ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


lunes, 18 de septiembre de 2017

EL PROFETA MUDO (Joseph Roth)

Joseph Roth me parece sin duda uno de los mejores escritores del siglo XX. El profeta mudo novela la vida de Leon Trotsky basándose en las escasas noticias que se iban filtrando y, pese a ello, es una obra maravillosamente bien escrita, elegante, entretenida, divertida y, sobre todo, resulta una increíble lectura de los convulsos tiempo de cambio y una preclara anticipación de lo que quedaba por venir. Más que recomendable (como siempre ocurre en la sección "Despiece" de este blog, selecciono los fragmentos más destacables sin desvelar el argumento).

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En medio de ese color local, extraño y muy poco europeo, entre el abigarrado tumulto de aventuras, confusión lingüística y semirrusticidad, resplandecía aún el mustio brillo de un patriarcalismo bonachón con el cual los propietarios reducían los salarios de los pequeños artesanos y de los escasos obreros, manteniendo a los pobres en un estado de sumisión que era visible en las calles, junto a la postración de los mendigos. 
Los que estaban establecidos odiaban también allí a los inmigrantes nuevos; todo pobre recién llegado —y cada semana llegaban varios— era acogido con la misma hostilidad con que, en su momento, habían sido recibidos ellos mismos. E incluso los mendigos, que vivían de limosnas, temían la competencia como si ellos mismos fueran comerciantes. Los oficiales de la guarnición irradiaban un resplandor metálico que subyugaba a las hijas de los pequeñoburgueses. (...)
Friedrich participaba regularmente en las reuniones de Chaikin. Empezó a asistir por curiosidad. Y se quedó por ambición. En las discusiones aprendió a tener razón a cualquier precio, desarrollando su enorme talento para hacer formulaciones falsas. Le agradaba el silencio que se imponía en cuanto él pedía la palabra, y en el cual creía oír su propia voz aun antes de que resonase.
Pasaba días enteros preparándose contra cualquier probable objeción. Aprendió a simular una agilidad en la réplica que en realidad no poseía. Repetía, como propias, frases tomadas de diversos folletos. Y disfrutaba de sus triunfos. Sin embargo, aún amaba sinceramente a los pobres que lo escuchaban, así como el rojo incendio que deseaba encender en el mundo.
¡El mundo! ¡Qué palabra! La escuchaba con oídos jóvenes. Irradiaba una gran belleza, al tiempo que escondía una injusticia enorme. Dos veces por semana creía necesario destruir el mundo, mientras que los otros días se preparaba a conquistarlo. (…)
Friedrich estaba dispuesto aresistirse a cualquier tipo de emoción tradicional. El miedo a la melancolía le había conferido esa falsa solidez de la que tanto se enorgullecen los jóvenes, considerándola una muestra de virilidad.
Exageró la importancia del momento. Ya había leído demasiado. Y entonces revivió, de golpe, cientos de descripciones de otras tantas despedidas. Mas cuando el tren comenzó a moverse, olvidó la ciudad que iba dejando atrás para pensar sólo en el mundo al que se dirigía. (…)

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Se cruzó con un coche. Las silenciosas ruedas cubiertas de goma deslizábanse sobre el adoquinado como sobre una mesa lisa. Sólo se oía el feudal y estimulante chacoloteo de los cascos de los caballos. En el coche, bajo un parasol de color claro como los que se usaban entonces, iba una joven.
Al adelantarlo, la muchacha tuvo tiempo suficiente para observar a Friedrich con esa indiferencia torpe y ofensiva con que se mira un árbol, un caballo o el poste de una farola. Él se deslizó ante sus ojos como ante un par de espejos (…)
Aquel encuentro con una mujer hermosa fue como el primer contacto con un enemigo. Friedrich examinó su posición. Pasó revista a sus fuerzas, las convocó y se preguntó si podría arriesgar una batalla. Acababa de superar una barrera. Un ridículo examen lo había convertido en un ser apto para el juego social (…)
No podía alejarse de aquel barrio tranquilo, de gente feliz y acomodada, en el que había ido a parar. Dio largos rodeos, como si en virtud de algún milagro pudiera llegar a su casa de buenas a primeras, sin haber cruzado antes las ruidosas y malolientes calles que conducían a ella. Las chimeneas de las fábricas surgieron de pronto detrás de los techos. La gente, que había dormido en albergues masificados, no lograba mantener el equilibrio y parecía ebria. La prisa de los pobres es tímida y silenciosa, a pesar de lo cual produce un ruido indefinido (…)
En aquella época se fue creando entre Friedrich y yo una relación bastante singular, que me atrevería a calificar de familiaridad no amistosa, o de camaradería sin estima. Incluso la simpatía que nos unió más tarde, al principio no existía. Fue surgiendo de la atención que un buen día comenzamos a prestarnos mutuamente, así como de la desconfianza recíproca en la que a veces nos sorprendíamos. Hasta que por último empezamos a estimarnos. La confianza creció lentamente, alimentada por las miradas que, casi sin darnos cuenta, intercambiábamos en compañía de otros, y no tanto por las palabras que nos decíamos como por el silencio en que solíamos enfrascarnos al estar sentados o paseando. Si nuestras vidas no hubieran seguido cursos tan distintos, quizá Friedrich habría llegado a ser amigo mío (…)
Pasó un buen tiempo sin que Friedrich se animara a buscar a Savelli, que seguía viviendo en Viena. Tenía miedo. Creía tener aún la posibilidad de elegir entre lo que él mismo llamaba el «ascetismo del revolucionario» y el «mundo», vago concepto romántico integrado por alegrías, luchas y victorias. Odiaba las instituciones de ese mundo, pero aún creía en ellas. (…)
Sólo en los ojos de algunos estudiantes judíos brillaba una aflicción inteligente, astuta o incluso ingenua.
Pero era la tristeza de la sangre, del pueblo, transmitida en herencia al individuo y adquirida por éste sin riesgo alguno. Los otros también habían heredado su propia jovialidad. Sólo los grupos se distinguían entre sí por sus cintas, colores y opiniones. Se preparaban a vivir en el cuartel y cada uno llevaba ya su arma, que denominaba su «ideal». (…)
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«No —decía—, prefiero conversar con Grünhut. Los he calado a todos. Esa ingeniosa coquetería de los profesores elegantes que todas las tardes, de seis a ocho, organizan lecturas para muchachas de la buena sociedad. Una breve incursión en la filosofía, en la historia del arte del Renacimiento, con diapositivas proyectadas en la sala oscura, o bien en la economía política, con unas cuantas estocadas al marxismo…, no, no son cosas para mí.
Y luego los llamados profesores serios, que dan clase por la mañana, a las ocho y cuarto, poco después de la salida del sol, para quedar libres todo el día… y dedicarse a sus propios trabajos. Y esos docentes barbudos que andan a la caza de algún buen partido para convertirse en profesores titulares y remunerados gracias a una relación con el ministro de Educación. Y esa sonrisa maligna de los examinadores insidiosos, que obtienen brillantes victorias sobre los candidatos suspendidos. La universidad es una institución para jóvenes de la alta burguesía, con una preparación regular, ocho años de escuela secundaria, clases particulares, perspectivas de obtener un puesto en la magistratura o de montarse un buen estudio de abogado gracias al matrimonio con alguna prima de segundo grado (no de primero, por la consanguinidad). Todo eso está muy bien para los bueyes de esas agrupaciones que se vapulean, para los arios puros, los sionistas puros, los checos o los serbios puros. (…)
Se acostumbró a sacar de la renuncia y del anonimato ese entusiasmo sin el cual no podría vivir. E incluso en la inexorabilidad, que tanto había temido, llegó a encontrar un encanto, así como en la desesperanza un consuelo.
Era joven. Y por tanto no sólo creía en la eficacia del sacrificio, sino también en la recompensa que de él brota, como la flor de la tumba. (…)
Ustedes no conocen a Savelli. Algún día lo entenderán, pero será demasiado tarde. Hace el papel de un hombre al que su propio corazón ya no le pertenece porque lo ha legado a la humanidad. Pero no es cierto: carece de corazón. Yo prefiero un egoísta. El egoísmo es un síntoma de humanidad. Y nuestro amigo, en cambio, es inhumano. Tiene el temperamento de un cocodrilo en tierra, la imaginación de un palafrenero y el idealismo de un izvozchik. 
—¿Y todo lo que ha hecho hasta ahora?
—Es un burdo error juzgar a los hombres por sus acciones. Deje que lo hagan los historiadores burgueses. A los actos se llega con la misma inocencia que a los sueños. Nuestro amigo, que ha asaltado bancos, hubiera podido perfectamente organizar pogromos.
—¿Y por qué sigue siendo de los nuestros?
—Porque es muy poco dotado o, mejor dicho, muy poco ágil para liberarse de la presión de su propiopasado. Los hombres de su tipo nunca se apartan del camino que eligen. No es un traidor. Pero es nuestro enemigo. Nos odia como el campesino ruso odia al intelectual de las ciudades. (…)
Él se entregó a una indolencia confusa y sin objetivo, a una especie de vacaciones. Entró en el vestíbulo donde ella había desaparecido. Faltaba un cuarto de hora para que empezara la función. Se oían los carruajes que llegaban, el solemne relinchar de los caballos, cuyos cascos chacoloteaban vivamente, y los gritos de aliento de los cocheros. El vestíbulo se fue llenando de olor a polvos y perfumes, del frufrú de los vestidos y de un torbellino de saludos. Los numerosos caballeros que esperaban apoyados contra las paredes se descubrían con gestos más o menos amplios, o bien se limitaban a inclinar la cabeza y sonreír. Por la expresión de sus caras o sus reacciones podía apreciar Friedrich el rango social de los que entraban: aquellos hombres eran espejos vivientes apostados en los rincones.
Pero ellos también tenían un rango y un carácter, y podían ver corroborada, por la forma en que sus saludos eran correspondidos, su propia posición en el gran mundo. (…)
Por primera vez no sintió Friedrich odio alguno hacia ellos y sí, más bien, cierta solidaridad con el policía gracias al cual la armonía de ese hermoso caos no era perturbada por ningún borracho o delincuente.
«Nadie aquí sospecha quién soy yo. Deben de tomarme por un estudiante sin importancia», pensó. Cuando la mirada de alguna mujer lo rozaba, sentía gratitud por todo el bello sexo. Son seres con instinto, se decía. Los hombres, en cambio, son rudos, y de pronto compadeció a las damas de la sociedad, que pasan la vida penosamente y dejan marchitar su belleza en compañía de tenientes necios o financieros brutales. Necesitan hombres muy distintos. Y claro está, pensó en sí mismo. (…)
Al grito de: «¡Igualdad de derechos para todos!», las jovencitas de buena familia se precipitaban entonces a la vida, a las universidades, a los ferrocarriles, a los vapores de lujo, a las salas de disección y a los laboratorios.
Para ellas soplaba por el mundo el conocido vientecillo fresco que toda generación joven se imagina sentir.
Hilde estaba decidida a no entregarse a un marido. Su «amiga más íntima» la había traicionado casándose con el riquísimo señor G.: poseía coches, caballos, criados, cocheros y lacayos de librea. Pero Hilde, que compartía gustosa las riquezas de su amiga y le pedía sus coches y lacayos de librea para ir de compras, afirmaba: «La felicidad de Irene no me interesa, ha vendido su libertad». Y los hombres con los que dialogaba en estos términos la encontraban encantadora, extraordinariamente inteligente y de una testarudez deliciosa. Y como además tenía dote y un padre muy bien relacionado, el que menos —hombres chapados a la antigua, como lo son todos — pensaba pedirla en matrimonio pese a su negativa de principio. (…)
Toda esa juventud aún no soñaba que muy pronto sería diezmada por una guerra mundial, y vivía como si tuviese que romper cadenas de manera ininterrumpida. Los jóvenes funcionarios hablaban de los peligros que amenazaban al viejo imperio; de la necesidad de asegurar una amplia autonomía a las naciones o de imponer un puño fuerte y centralizador; de disolver el Parlamento o de elegir con más cuidado a los ministros; de una ruptura con Alemania, de un acercamiento a Francia o incluso de una vinculación más estrecha con Alemania y una provocación de Serbia. Unos querían evitar la guerra, otros, provocarla; pero todos pensaban que se trataría de una guerra breve y placentera (…)
Es cierto que usted se ha enamorado, notenga vergüenza. Es una forma de energía como la salud, por ejemplo; pero así como no se debe utilizar lasalud para ponerse aún más sano, tampoco debiera usted alimentar el amorcon su propio amor. Transfórmelo.
Intégrelo en algún tipo de acción, de lo contrario será algo torpe y sensiblero (…)Friedrich quiso decir algo conciliador. No se le ocurrió nada.
Ambos estaban ya bajo el dominio de la ley eterna que regula los malentendidos entre los dos sexos. (…)
—Soy pobre —le confesó un día a R.— y estoy del lado de los pobres. El mundo no es bueno conmigo, y yo no quiero ser bueno con él. Su injusticia es enorme, yo la estoy padeciendo. Su arbitrariedad me hace daño. Quiero hacer daño a los poderosos (…)
¿Ha pensado alguna vez en ello? Cada vez que un obrero me da la mano, pienso que aquella mano podría golpearme un día despiadadamente como la de cualquier policía. Su método es falso, y es también el mío; por eso me permito decírselo y por eso puede usted creerme. Más nos valdría darnos cuenta de que los pobres no son mejores que los ricos ni los débiles más nobles que los poderosos, y de que, muy al contrario, sólo el poder podría ser la condición previa de alguna bondad.
—Quiero partir —dijo Friedrich. —Perfecto —replicó R.—, debe exponerse al peligro. Vaya a Rusia. Con el riesgo de acabar en Siberia. T. ha estado allí, K. ha estado allí, y yo también he estado. Conozca por fin al proletariado más fuerte y obtuso del mundo. Ya verá que la desgracia no lo ha ennoblecido en absoluto. Es cruel de mi parte darle este consejo a un joven, pero así quedará curado de todas las ilusiones, sí, de todas. Y nunca más volverá a enamorarse, por citar sólo un ejemplo.
Friedrich comenzó su conferencia siguiente anunciando que había decidido partir y que otra persona le sustituiría. En una de las últimas filas vislumbró a Hilde, envuelta en un abrigo particularmente deslucido. «¡Qué mascarada!», pensó furioso. Se sintió culpable de aquella presencia. La consideró casi una traición de su parte para con la gente ante la cual estaba hablando. Empezó a leer el artículo editorial de un periódico burgués. En él se hablaba de la voluntad de las potencias centroeuropeas de asegurar la paz al mundo, y de los esfuerzos de este mismo mundo por lanzarse a una guerra.
Sacó un periódico ruso, uno francés y otro inglés, y demostró a sus auditores que todos decían lo mismo. Una lámpara pendía a poca altura de su atril y lo cegaba. Cuando quería echar una mirada a la salita, las paredes desaparecían en una tiniebla gris, perdiendo su consistencia. Retrocedían cada vez más y más, como velos impulsados por el sonido de sus palabras. Los rostros iluminados que emergían de la penumbra se decuplicaban. Él escuchaba su propia voz, el eco sonoro de sus palabras. Se hallaba ahí como a la orilla de un mar tenebroso. Sus mejores palabras le eran dictadas por la expectativa de sus oyentes. Tenía la impresión de estar hablando y escuchando al mismo tiempo, de decir y hacerse decir cosas simultáneamente, de emitir sonidos y a la vez oírlos.
Hubo un instante de silencio. Un silencio parecido a una respuesta, que vino a confirmarle su fuerza como un sello mudo. (…)
—¡Usted no sabe, usted no sabe! — dijo Grünhut—. Es joven. ¿Acaso cree que tendrá una segunda oportunidad de decir «me marcho lejos»? ¿Cree usted que la vida es infinita? Es breve y sólo puede ofrecernos unas cuantas situaciones miserables que a nosotros nos toca saber apreciar. Dos veces podrá usted decir: yo quiero; una vez: yo amo; dos veces: yo devengo, una vez: yo muero. Eso es todo. Míreme: no soy lo que se dice un hombre envidiable. Pero no quiero morir. Quizá pueda decir una vez más: yo quiero, o: yo devengo. No es que existan muchas perspectivas, pero estoy a la espera. No quiero sufrir por nadie ni por nada. Ese dolor mínimo que siente usted cuando se pincha un dedo es, sin embargo, enorme en proporción a la brevedad de su vida. ¡Y pensar que hay hombres que se dejan cortar la mano y vaciar los ojos por una idea, así: por una idea! ¡Por el género humano, en nombre de la libertad! Es horroroso. Entiendo que ya no pueda dar marcha atrás. Si hay que cometer alguna acción, hay que cometerla y basta. Luego nos hacen responsables, nos dan una medalla por eso que llaman una proeza, o nos meten presos por lo que se denomina un delito. Y nosotros no somos responsables de nada. A lo sumo somos responsables de aquello que dejamos de hacer. Si quisieran pedirnos cuentas por esto, tendrían que apalearnos, apresarnos y ahorcarnos cien veces al día. —Volvió a dirigirse hacia el cristal de la ventana. Y, siempre de espaldas a Friedrich, añadió en voz muy baja—: Pues nada, vaya y vuelva. Ya he visto partir a más de uno. (…)
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Cuatro días más tarde fueron desembarcados, conducidos a un enorme cobertizo e instalados nuevamente en vagones. Al poner pie en tierra cobraron nuevos ánimos y el estrépito de sus cadenas tornóse más ligero. Sentían la tierra aun bajo las ruedas del tren en marcha. Por las ventanillas enrejadas de los vagones veían hierba y campos, vacas y pastores, abedules y campesinos, iglesias y humo azul sobre las chimeneas, todo un mundo del cual habían sido separados. Sin embargo, era un consuelo que ese mundo no hubiera perecido, que ni siquiera hubiera cambiado. Mientras las casas permanecieran en pie y el ganado pastara, el mundo esperaría el regreso de los prisioneros. La libertad no era un bien propio que cada cual perdía. Era un elemento, como el aire (…)
Los más experimentados, que ya la conocían, empezaron a describir los horrores de aquella cárcel. Fueron los primeros en temblar ante sus propias palabras e hicieron temblar también a sus oyentes.
Mas poco a poco, a medida que iban relatando, el entusiasmo que les producía el simple hecho de hacerlo se volvió más intenso que el contenido de su discurso, y el temor de los oyentes fue cediendo paso a la curiosidad. Iban ahí sentados como niños que escuchan cuentos sobre palacios de cristal. (…)
Berzeiev tenía dinero. Sabía corromper y sustituir listas y nombres, y mientras los otros «políticos» discutían sobre el campesinado, la anarquía, Bakunin, Marx y los judíos, él iba calculando a quién darle un cigarrillo y a quién ofrecerle un rublo. (…)
—¡Qué manera de estupidizarse!
—No, no es estupidizarse —exclamó Friedrich—, sino humanizarse.
Eramos ideólogos, no seres humanos. Queríamos transformar el mundo y ahora dependemos de tarjetas postales y tenemos que comer pan.
—Estamos aquí —replicó Berzeiev en voz baja— porque no todos los hombres tienen pan. Así de simple. No necesitamos teoría ni economía política alguna. Porque no todos tienen pan…, así de simple y en realidad absurdo.
«R. ya hubiera inventado una fórmula —pensó Friedrich—. Hubiera dicho por ejemplo: “Queremos prestar ayuda, pero no hemos nacido para eso. A fin de compensar nuestra impotencia, la naturaleza nos ha dotado con un amor tan excesivo que trasciende nuestras fuerzas. Somos como un hombre que no sabe nadar, se tira al agua para salvar a otro que se está ahogando, y se va al fondo. Sin embargo, tenemos que saltar. A veces ayudamos al otro, aunque en general nos vamos los dos al fondo. Y nadie sabe si en el último instante se siente una felicidad intensa o una rabia amarga”» (…)
—No deja de ser misterioso —dijo Friedrich a Berzeiev cuando estuvieron en un cuarto de hotel— que los individuos aislados, de los que, en suma, se compone la masa, renuncien a sus atributos y lleguen a perder incluso sus instintos primarios. El individuo aislado ama la vida y teme a la muerte.
Cuando se une a otros, despilfarra su vida y desprecia la muerte. El individuo aislado se niega a hacer el servicio militar y a pagar impuestos. Cuando se une a otros, sienta plaza como voluntario y vacía sus bolsillos. Y una cosa es tan auténtica como la otra (…)
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